HUESCA: NACE UNA CRIA DE LINCE BOREAL
Una mañana de
primavera de hace unos años bajábamos del coche en las montañas de Rasnov.
Estaba amaneciendo y hacía frío. Era nuestro primer viaje a Rumania y no
sabíamos que podíamos esperar realmente de los espacios naturales de aquel
país. El camino pasa por el fondo del valle, muy cerca del pequeño río que lo
drena y que más abajo se encañona de forma espectacular.
Nada más levantar
la vista los vimos y los prismáticos lo confirmaron. “¡Linx! Linx!”
La observación de
una pareja de linces boreales viviendo su noviazgo, que se repetiría al día
siguiente, nos hizo patente que nos encontrábamos en un lugar especial para la
gran fauna europea.
Los rastros de oso
pardo en el barro y el aullido de un lobo transilvano entre la niebla lo
certifico de forma maravillosa.
Hemos rastreado y
observado a esta especie unas cuantas veces en aquel valle de los Cárpatos y
sin embargo hay aspectos de su vida íntima que resultaría casi imposible de
hacer en libertad.
Tras aquellas
observaciones increíbles del celo de los tigres centroeuropeos, la siguiente
secuencia en el ciclo vital de los boreales la observaría en unas condiciones
muy distintas.
Esto me lleva al
Pirineo aragonés, donde el lince boreal es el tilacino local. Esta especie e
extinguió de estas montañas fronterizas entre Francia y España probablemente
durante el siglo XX, en un proceso del que se sabe muy poco. Sin embargo,
algunos centros faunísticos mantienen ejemplares en cautividad, como es el casode Lacuniacha.
En una parcela de
bosque de montaña cercada y de bastante extensión, este parque mantiene a unos
cuantos linces nórdicos. Allí pasé bastantes horas observándolos.
Me había dicho
Leandro, uno de los cuidadores veteranos que una de las hembras más bravas de
aquella población había parido hacía muy pocos días y que aún no le habían
localizado la camada.
Desde el mirador,
busqué por la zona que Leandro sospechaba que la lincesa podría haber ubicado
la madriguera de cría. En un hueco entre las piedras estaba su único cachorro.
Una bolita de pelo con los ojos cerrados que reptó hasta que encontró un
rodalito en el que le daba el sol. Las moscas lo torturaban, absolutamente
indefenso.
Entre la hierba, a
pocos metros de la trueca, la gata me miraba directamente. Lo suficientemente
cerca para vigilar a su cría y todo lo lejos posible para no delatarlo.
Pensé entonces lo
que el cuidador me había contestado a mi inquietud sobre la seguridad del
cachorro. El recinto era muy grande, pero con una densidad de linces que no se
da en la naturaleza y que podrían matar al pequeño. “No te preocupes que esa hembra lo sabe defender, sin ninguna duda.”
Cuando consideró
que el gatito estaba demasiado expuesto se fue a buscarlo. Lo agarró con sus
fauces y el pequeño lince se quedó inerte, sin retorcerse, encogiendo ligeramente
las patitas para no engancharse con la vegetación bajo su madre. Está actitud
colaborativa de los cachorros de los felinos (y de la mayoría de los
carnívoros) facilita el transporte entre los colmillos afilados. También el
control preciso que las propias madres tienen sobre la fuerza de sus
mandíbulas. No olvidemos que el lince boreal, experto cazador de ungulados, es
capaz de matar a un ciervo adulto de un bocado letal.
Yo grababa todo
esto casi en trance. La madre recorrió unas decenas de metros con la elegancia
más felina que podáis imaginar, con el pequeño fardo peludo colgando. Se
introdujo en una pequeña acebeda, que escogió como
madriguera mucho más segura. De momento, el cachorrito estuvo a salvo de mi
chafardeo naturalista.
Esta escena secreta
se repite todas las primaveras en nuestra querida Transilvania y, debió de ser
habitual en los Pirineos sin vallas que la enmarcasen. La primavera que viene volvemos a salir a Rumania para intentar verlos, si quieres acompañarnos tienes el programa en este enlace.
JOSÉ CARLOS DE LA FUENTE
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